El río espeso de Hegel

Por: Segisfredo Infante

Este es un preludio del preludio en donde la contingencia individual se vuelve un lugar de obligada referencia. El hecho es que la primera vez que intenté leer un libro de Guillermo Hegel fue en 1976,  cuando apenas tenía diecinueve años. Recuerdo que comencé al revés, es decir, con una de las obras más maduras, un poco tardías, del gran filósofo alemán. Se trataba de la “Filosofía del Espíritu”, o sea de la tercera parte de la “Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas”, dada a conocer en 1817. Recuerdo, además, que al tratar de introducirme hasta el tercer párrafo de la primera página del texto, percibí que estaba leyendo como caracteres chinos o un idioma fuera del sistema solar. Después de una semana de nuevos intentos llegué a la conclusión que el joven lector no estaba, de ninguna manera, preparado para penetrar el mundo gramatical de Hegel. Y que lo recomendable era empezar por sus obras de juventud. O por aquellos textos más o menos didácticos en donde el filósofo escribía aplicando sus categorías y conceptos al estudio del arte o de los hechos históricos concretos. Desde entonces (hace de ello treinta y cinco años) he continuado dando vueltas en torno de su recia obra, apretando los círculos concéntricos ortegueanos con el fin de tomar por asalto sus murallas y sus rosas íntimas. Una simple evidencia de lo afirmado son los centenares de referentes directos e indirectos que a lo largo de las décadas he venido publicado en mis artículos y ensayos sobre los predicamentos hegelianos. (También en mis “viejos” cursos de  “Historia Universal Moderna”).

Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831)

Haciendo caso omiso de los elogios, disquisiciones y diatribas respecto de la obra de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), más conocido en español como Jorge Guillermo Hegel, me entregué, gradualmente, a la tarea de estudiar en forma concienzuda la que a mi juicio es la obra central primera del filósofo alemán, de donde deriva, o hacia donde converge, el resto de su producción madura. Hablo de la “Fenomenología del Espíritu”, elaborada en 1806 y publicada en 1807. Sostengo que una vez que el lector paciente haya penetrado por los bosques umbríos que conducen al eje movedizo de esta obra particular, se encontrará en condiciones de manejar, aunque sea medianamente, los lenguajes, la sintaxis encabalgada, las categorías y los conceptos superiores a los cuales habrá de retornar el mismo filósofo con sus producciones un poco más claras y didácticas, y a veces más ricas, como la “Lógica” en dos tomos (de 1812 en adelante) y la ya mencionada “Enciclopedia”.

Para sólo aproximar a nuestros lectores al contenido de la “Fenomenología del Espíritu”, elaboré tres metáforas previas –o imágenes– que hacen idea de lo que estamos hablando. La primera que se me ocurrió es la de un laberinto clásico-barroco, sin principio ni aparente salida, en donde el estudioso busca afanosamente el sendero central de un lenguaje posiblemente repetitivo o enrevesado que lleva el concepto hasta los bordes del “Espíritu Absoluto”, el que sabe reconocerse a sí mismo. La segunda metáfora es la de una inmensa y penumbrosa laguna, de orillas muy irregulares, con remolinos conceptuales sistemáticos en el centro. La tercera gran metáfora, y quizás la más apropiada, es la de un lentísimo, profundo, largo y espeso río (parecido al Amazonas o al río Nilo) con bagres semánticos escapándose entre un fondo arcilloso –o lodoso–, que transcurre por los cauces fragmentados de la historia, donde se deslizan conceptos espirituales (nada religiosos) más o menos elementales, hasta convertirse en un enorme río transparente, o espejeante, o sea un gran concepto, que desemboca en la “Idea de lo Absoluto”, en donde se han unido (¿para siempre?) lo subjetivo con lo objetivo, lo individual con lo colectivo, en un mundo universalizado; superando, teoréticamente, la antiquísima contradicción desgarradora entre el sujeto libérrimo y la carcelaria naturaleza circundante.

He aquí un apretadísimo comienzo para sugerir que sólo con una “ardiente paciencia” es posible penetrar en la espesa geografía de la obra textual de uno de los más grandes pensadores de todos los tiempos, hombre de carne y hueso, con virtudes sublimes e insoslayables defectos eurocéntricos. En el devenir de la “Fenomenología del Espíritu” se localiza la sustancia espiritual y arcillosa de todo sujeto humano, en tanto verdadero ser pensante, singular y universal, que se reconoce a sí mismo (y que se reconcilia con la naturaleza y consigo mismo), al final del doloroso camino de la existencia. He aquí, pues, una muestra de las rosas íntimas, y un cierto sentido luminoso de la vida.