Por: Segisfredo Infante
Cualquier escritor serio y maduro que pretenda ofrecer opiniones sobre diversos temas humanos, incluso científicos, sabe que puede ser interpelado en ligazón con los autores que se encuentran en la base de su pensamiento; o que podrían identificarse como antecedentes directos o indirectos de su discurso. Se debe reconocer, bajo otro ángulo perceptivo, que hay reminiscencias involuntarias de autores olvidados o coincidentes por aquello de lo que antes dio en llamarse “el espíritu del siglo”.
Debo confesar que en la segunda mitad de la década del ochenta y durante todos los años del noventa, me interesó el tema del “ser” posible o probable del hondureño, por haber encontrado una pequeña veta del mestizaje en el archivo eclesiástico de Choluteca, facilitado por el sacerdote Jesús Valladares Arzugaray, allá por 1986. Aquí se conocía el tema del mestizaje centroamericano mediante el libro “La patria del criollo” de Severo Martínez Peláez; por las conferencias de Mario Felipe Martínez Castillo y los cursos históricos de Marcos Carías Zapata. Pero, por principio de cuentas, en mi caso personal, fue un verdadero “redescubrimiento” leer los folios de bautizos en donde se evidenciaba el mestizaje de españoles, indios, negros y mulatos vinculados a las actividades mineras y ganaderas de la zona sur de Honduras. Aquella experiencia intelectual, con aciertos y errores de apreciación, fue publicada en dos versiones diferentes. Creo que la versión respetable es la que circuló, ya depurada, como discurso de incorporación académica en 1993, en la “Revista de la Academia de Geografía e Historia de Honduras”.
La mencionada década del noventa fue reforzada con los libros de Julián Marías, el discípulo principal de José Ortega y Gasset. El filósofo Marías había publicado en 1987 la primera edición del libro el “Ser español”, que a mi juicio guarda relación con el “ser” hondureño y de otros pueblos hispanoamericanos, con los cuales solía identificarse el escritor ibérico. Me parece que hay dos capítulos en el libro de Julián Marías que vale la pena reanalizar a la luz del comportamiento catracho: “Una psicología del español” y, “La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir”. Es sugerible que este segundo capítulo sea estudiado por nuestros primos españoles actuales y por aquellos hondureños desprejuiciados que sueñen con una Honduras pacífica instalada en un nivel superior.
Siguiendo el hilo de las investigaciones históricas regionales y el pensamiento estructurado de recios pensadores ibéricos y franceses, deducimos que en la base de la psiquis del hondureño subyace un rico mestizaje que nunca hemos terminado de asumir, entre otros motivos porque el mismo cruce étnico continúa avanzando, y luego porque la desinformación histórica esconde una fisura escolar que continúa siendo enorme.
Opino que la problemática nuestra va mucho más allá de los entrelazamientos étnicos, en tanto que encima de la carga de prejuicios y complejos que arrastramos, se presentan una serie de “hábitos históricos” y culturales fraguados desde antes de la “Independencia”, con un crecimiento exponencial en el curso de las continuas montoneras sangrientas del siglo diecinueve republicano, con repercusiones en el siglo veinte, en cuyos acontecimientos podría encontrarse la explicación de un buen porcentaje de la brusquedad de varios hondureños y de otros pueblos hermanos. Los campesinos y oficinistas eran arrastrados hacia enfrentamientos desalmados siguiendo banderillas que, parafraseando a Omar Khayyán y a Rubén Darío, no se sabía ni de dónde venían ni hacia dónde iban, en tanto que varias montoneras y levantamientos eran atizados desde países vecinos o desde latitudes y longitudes más lejanas. La única esperanza de aquellos “guerreros” improvisados era alcanzar una cierta movilidad social, hacia arriba, con el objeto de mejorar las condiciones económicas de ellos y sus parientes. La otra posibilidad era la de quedar sepultados en fosas comunes de cementerios anónimos con “solitarias cruces”, según salmodiaba un doliente y hermoso poema de Juan Ramón Molina.
Volviendo a Julián Marías. Tengo a la vista un bonito y excelente reportaje de la periodista Patricia Murillo, sobre este filósofo español, publicado en el ya desaparecido “El Nuevo Día”, del viernes dos de agosto de 1996 (página “8-C”). En tal reportaje se reproducen varias opiniones de Marías, entre otras la que sigue: Las “tres plagas de la humanidad y la vergüenza del siglo veinte son el terrorismo, la aceptación social del aborto y el uso creciente de las drogas”. Si acaso Julián Marías continuara vivo, se horrorizaría con los escenarios iniciales del nuevo milenio.
No es posible en un breve artículo escudriñar las interioridades psicológicas del hondureño; ni mucho menos vislumbrar todas sus entrañas. El propósito de este artículo es sugerir y compartir una honda preocupación mediante unas lecturas indispensables ligadas a las claves de un viejo tema, que pareciera exhibir actualidad.
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