© Pedro Morazán 25.10.2023
“Me siento tan aislado que puedo palpar la distancia entre mí y mi presencia”
Fernando Pessoa
David Ricardo es considerado uno de los “clásicos” de la Economía política. Con su llamada “teoría del valor trabajo”, ejerció una enorme influencia en la teoría de la plusvalía de Karl Marx. Sin embargo, su más influyente contribución a la ciencia económica, la constituye la “teoría de las ventajas comparativas”, formulada en 1817 en su obra seminal “Principios de Economía Política y Tributación”. En el Capítulo VII de dicha obra, Ricardo fundamenta la necesidad de promover el intercambio de mercancías entre las naciones para mejorar las condiciones de vida de las personas. Según dicha teoría, son los costos de oportunidad y no las ventajas absolutas, formuladas por su mentor Adam Smith, las que estimulan el intercambio de mercancías entre las naciones.
Resumiendo, para Adam Smith los países debían concentrar sus esfuerzos en la producción y exportación de aquellos bienes que implican menores costos. Como bien se sabe, existen países en los cuales la producción de la mayor parte de los bienes es menos eficiente que en el resto del mundo. Por eso Ricardo planteó que no eran las ventajas absolutas de Smith las que estimulaban el comercio exterior, sino sus “ventajas comparativas”. Por eso él proponía concentrarse en la producción de aquellos bienes en los que las desventajas absolutas fueran menores. Si las ventajas absolutas de producir café, son mayores que las de producir fresas, entonces es mejor concentrar los recursos existentes en la economía, en la producción de café. Aunque haya países que produzcan café a menos costos, el beneficio de producirlo será tan grande que con el ingreso de divisas obtenido, se podrá comprar fresas de mejor calidad y a menores costos. Este es un resumen un tanto esquemático de los enunciados de David Ricardo, pero no por ello falso.
En opinión de Smith y de Ricardo el mercantilismo, promovido por los príncipes de la época, tenía por lo menos dos desventajas decisivas. En primer lugar, es imposible que todos los estados sólo quieran exportar y nadie esté interesado en importar, sin que colapse el comercio. En segundo lugar, el mercantilismo beneficiaba al príncipe, pero no a los consumidores. A los subditos les molestaban los altos aranceles de importación, que eran una especie de impuesto especial en beneficio del rey. Además, muchos fabricantes aprovecharon el hecho de que estaban protegidos contra la competencia extranjera. Cobraban precios elevados por bienes de inferior calidad, obteniendo así una especie de beneficio monopólico.
Saco a colación al amigo David Ricardo, pues tuve el placer de pasar unos días en la ciudad de Oporto, Portugal en el 200 aniversario de su muerte. Llegamos a Oporto con mi esposa, después de pasar una semana en “Lisboa, menina e moça”, percibiendo entre otras cosas el pasado colonialista de ese bello país. Como economista, no pude evitar pensar en que Ricardo usó los vinos de Portugal y las telas de Inglaterra como ejemplos para explicar su «teoría de las ventajas comparativas«. No me voy a detener aquí a interpretar la ya legendaria polémica entre liberales y proteccionistas, en torno a las bendiciones y las maldiciones de la apertura comercial. Baste aclarar sólo un detalle, Ricardo no es el “fundador” del comercio exterior, ni tampoco el “culpable” de su liberalización. Él solamente verificó, con su teorema, las ventajas comparativas que el comercio exterior puede ofrecer a un país, en determinadas condiciones geográficas e históricas y con una dotación específica de recursos. Parafraseando a Carl Popper y a Thomas Kuhn, podríamos concluir que el paradigma ricardiano ha logrado sobrevivir tanto la verificación como la falsificación, adaptándose a las nuevas condiciones y cambios de paradigma (Senga y Tabuchi 2017).
Degustar los vinos de Oporto, adentrándose en la historia vinícola de Portugal, es una experiencia fascinante y embriagadora. No fue nada casual que Ricardo usara los vinos de ese país como ejemplo. Esto ha llevado a no pocos incautos, a confundir causa con efecto, es decir, a culpar a Ricardo de que los portugueses empezaran a exportar vinos baratos y a importar de los ingleses paños de algodón más caros. Irónicamente hoy los textiles ocupan el primer lugar en el índice de ventajas comparativas de Portugal y los paños no aparecen siquiera en las estadísticas comerciales inglesas. Para Portugal, la exportación de vinos no es tampoco el rubro que reporta mayores ingresos en la balanza comercial. Nuestra motivación emerge entonces más del paladar y menos de la racionalidad económica. Ojo, no estamos afirmando aquí que a Portugal le haya ido mejor que a Inglaterra con tal división internacional del trabajo. Afirmar, por otro lado, que el poderío inglés se basara en la explotación de Portugal sería, por lo demás, un sinsentido histórico.
Ya cuando Ricardo enunció su teorema en los famosos “cuatro números mágicos”, Portugal tenía una historia milenaria de producción de vinos. Como casi siempre, fueron los romanos de la antiguedad, los que iniciaron la producción de vino, también en Portugal. Esto ocurrió en las márgenes del Rio Duero en el Siglo II antes de nuestra era. Durante el período de prosperidad que siguió a la creación del reino de Portugal en 1143, el vino se convertiría en un importante producto de exportación. El vino más famoso y conocido de Portugal es sin duda el Oporto, pero su surgimiento vino mucho después.
De hecho fue la escasez de vino en el reino británico, producto de la guerra entre Inglaterra y Francia iniciada en 1678, la que hizo crecer las exportaciones de vino portugués. Inglaterra recurrió a los vinos de Portugal, su aliado de tres siglos, para suplir la escacez provocada por la guerra contra los galos. El Tratado de Windsor había establecido una estrecha alianza política, militar y comercial entre Inglaterra y Portugal en 1386. Sin embargo, el gran triunfo del vino portugués comenzó más tarde, cuando se firmó el Tratado de Methuen entre Inglaterra y Portugal en 1703. Ambos países acordaron grandes reducciones arancelarias para la importación de vinos portugueses.
Eso quiere decir que ya en tiempo de nuestro apreciable amigo David Ricardo, el vino de Oporto había acariciado el paladar de los británicos, ingresando incluso a los palacios reales donde todavía hoy, se toma el Oporto en lugar del Champagne o el Whisky para brindar en ocasiones especiales. Bajo los términos del tratado de Windsor, cada país concedía a los comerciantes del otro país el derecho a residir en su territorio y a comercializar en igualdad de condiciones con sus respectivos súbditos. Por eso muchas de las marcas más famosas que se ven hoy día en Oporto tienen nombres ingleses: Taylor, Gould Campbell, Graham’s, Sandemann, etc.
Pero no solamente allí se produce vino, al igual que Italia, Portugal produce vino en todo su territorio. Existen 14 regiones vinícolas de relevancia en el país. Sin embargo las más conocidas mundialmente se reducen a cuatro: Douro, Vinho Verde, Dao y Algarve. Ya en 1756, el famoso Primer Ministro Marquês de Pombal (1699-1782) ordenó la delimitación exacta de la región del Duero. Esto convirtió a Portugal en el primer país en introducir estandares de calidad y la ya famosa denominación de origen (DOC), que se puede ver en la etiqueta de todo buen vino. Oporto es fascinante, especialmente porque allí se pueden degustar los famosos “vinhos do Douro” con sus inconfundibles aromas y sabores.
Si mi objetivo en Lisboa era empaparme de Fado en los callejones de Alfama, el objetivo en Oporto era el de empaparme de los aromas y de la historia del vino del Duero. En efecto, lo primero que me tocó destacar, es que en Oporto no se cultivan uvas ni se produce el vino de Oporto. Los viñedos y sus cavas están a orillas del rio Duero. Es más, para visitar las bodegas a donde llega el vino que se produce en las riberas del Duero hay que cruzar el rio por sobre el legendario puente Luis I que separa a Oporto de Gaia, su ciudad gemela. Allí se encuentran las bodegas de vino de Oporto más famosas y cotizadas del mundo. No éramos nosotros los únicos turistas en busca de sabores mágicos y por lo tanto hubo que adaptarse a las aglomeraciones del verano.
Los vinos de Oporto son los llamados “vinos licorosos”, es decir que tienen una mayor viscosidad y mayor contenido de alcohol que los vinos normales. La fermentación se interrumpe en medio del proceso, lo que permite mantener mayor cantidad de azúcar natural de las uvas. Los barriles en los que se almacena y maduran los vinos de Oporto, son de la madera del roble, árbol que como bien se sabe le puede dar aromas especiales al vino. Los pequeños barriles o barricas le dan al vino de Oporto, por ello aromas más intensos que los añejados en barriles más grandes. Hay quizás dos conceptos básicos que hay que manejar en el vocabulario de vinos de Oporto: Ruby y Tawny, ambos provenientes de uvas rojas.
Antes de continuar con mis divagaciones, permítaseme aclarar algo que posiblemente era evidente desde el principio: No soy ni enólogo ni somelier. Y aunque mucho he aprendido de vinos en mi devenir por Europa, no paso de ser un transeúnte que se nutre de los secretos culturales del vino, sea este tinto, blanco o rosé.
Con esa inspiradora curiosidad llegué a la primera bodega de Oporto a realizar la primera degustación, con la obligatoria introducción en los procesos específicos de la bodega. Una encantadora enóloga portuguesa, de origen ucraniano, nos mostró en una oscura cava de la bodega «Quevedo», por un lado barriles enormes y por el otro, unos más pequeños llamados barricas.
Ambos vinos se obtienen a partir de uvas tintas autóctonas de Portugal como la Touriga Franca, la Touriga Nacional, la Tinta Roriz (Tempranillo) y la Tinta Barraco. En ambos casos estamos hablando de vinos dulces fortificados, es decir que su proceso de fermentación se interrumple agregándole una buena dosis de brandy con alto porcentaje de alcohol. Existen tambien los Oporto blancos y los rosados pero son menos cotizados que los Ruby y Tawny. Para los mortales de paladar simple, como yo, un buen Ruby Port o un simple Tawny son más que suficientes para acompañar la conversación después de una buena cena.
Después de visitar las bodegas y disfrutar la riqueza culinaria de Oporto, rica en mariscos y bacalao, nos subimos a un tren en dirección al Duero. Sin duda alguna, una experiencia excepcional que sobrepasó todas mis expectativas. El valle del Duero es “Patrimonio de la humanidad” y nos muestra como la actividad humana puede darle a la naturaleza un encanto especial. En mi opinión, el viaje de Oporto hasta Pocinho pasando por Tula y Pinhao hay que hacerlo en tren, si el objetivo es llenar el espíritu de inspiración y saudade. Pero también por la ruta 222 («la carretera más bella de Portugal»), se puede disfrutar el paisaje sea en coche, en autobús, en moto o en bicicleta.
El “Alto Douro” alberga las llamadas “Quintas” que son las fincas donde se cultiva la uva y se produce el vino del Duero. Los viñedos han sido cultivados en forma de terrazas a lo largo de cientos de años de trabajo humano abnegado. Ya cuando Ricardo formuló su teoría, el valor de uso se había plasmado en millones y millones de litros de vinos, saboreados por nobles y vasallos, capitalistas y proletarios de todos los países. En el “Museu do Douro” se puede entrenar el olfato para distinguir los diversos aromas y preparar el espíritu para disfrutar las tentaciones de Baco, el dios del vino.
Lo que Davvid Ricardo no pudo pronosticar en su tiempo, fue el impacto turístico que tiene la producción y la degustación del vino. A lo largo del Duero existen numerosas quintas que ofrecen al turista, unas más, otras menos, la posibilidad de conocer las interioridades del cultivo, el procesamiento y la historia de la producción vinícola. Después de un interesante viaje en barco por el Duero, decidimos visitar algunas de las quintas establecidas en Pinhao.
Digna de mencionar aquí, fue la visita a la “Quinta das Carvalhas” que incluía un viaje por los cultivos, una descripción y al final una degustación de por lo menos cuatro tipos de vinos de Oporto. Esta quinta se remonta al año 1759 y es una de las más emblemáticas del Rio Duero. En su historia cambió varias veces de propietarios y es actualmente la propiedad más importante de la Companhia Velha. Las ventajas comparativas de sus cultivos consisten, por un lado en las diferentes altitudes de sus cepas (desde el borde del rio hasta unos 500 metros de altura) y por el otro, el reciber solo tanto del norte como del sur. De sus 135 ha, 75 ha han sido sembradas en el cuadrante norte y 60 en el cuadrante sur. Esto les permite ofrecer vinos de muy alta complejidad.
Esto pudimos confirmarlo después, a la hora de la degustación, en la que se nos ofrecieron un total de cuatro copas de vinos diferentes entre los cuales había un Ruby LBV y un Tawny 20 años. Creo que si hasta entonces todavía tenia mis dudas, después de ese ejercicio llegué al convencimiento de que si pudiera invitar a David Ricardo a cenar a mi casa, le ofrecería como digestivo un excelente Tawny de 20 años. Se que mi admiración exigiría ofrecerle algo mucho mejor, pero lamentablemente mi billetera no estaría a la altura de mis delirios de economista.
Después de salir de esa quinta decidimos entrar a un Restaurante que me había llamado antes la atención, por su sugestivo nombre de “Casa do escritor”, lo habiamos divisado al margen del puente de hierro en Pinhao camino a la quinta. Tiene una vista espectacular hacia el Duero. Ya que no soy escritor, no me quedó más alternativa que pedir allí un Bacalhau à Brás, pues consideré que la famosa Francesinha no es lo más indicado para acompañar un buen vino.
Como muchas cosas en Portugal, dicho restaurante aparecía como una mezcla entre improvisación, buen humor y esmero con una cocina fabulosa. La propietaria es al parecer una señora francesa que tiene su corazón en Portugal y sus conocimientos culinarios en Paris. En mi opinión una combinación afortunada. El mesero en jefe, un portugués llamado Antonio, para quien todos los clientes eran escritores natos, les dijo a un grupo de mejicanos en una de las mesas adyacentes, que yo era un famoso escritor hondureño. Esto me puso a mi en serios aprietos, pero a él le permitió aumentar la venta de vinos a un cúmulo de seudoescritores y escritores anónimos, que en medio de las carcajadas disfrutaban la belleza del Duero.
Acompañamos la comida con un buen sauvignon blanc, seco y de aromas exquisitos de esparragos y melón. No podíamos evitar sentir la magia del momento. Los portugueses han plasmado los momentos más cruciales de su historia en los bellos azulejos. Hacia mi interior estaba seguro de que esos momentos en Pinhao, quedarían grabados en mi memoria como azulejos de tenues contrastes, resistiendose a desaparecer con el correr del tiempo.
Evidentemente que sobre Portugal hay mucha tela que cortar, no solamente tela inglesa. Esto no se reduce a Oporto y Lisboa, dos de las ciudades más fascinantes de Europa. Visitar la librería Bertrand do Chiado, en Lisboa, por ejemplo, y respirar aqui el aire enceguecedor de José Saramago y Fernando Pessoa, dos grandes de las letras lusitanas, es algo tan fascinante como saborear un vino de Oporto recordando a David Ricardo.
A propósito, no fue nada tan casual que David Ricardo escogiera los vinos portugueses para su legendario ejemplo de los “cuatro números mágicos”. Su padre era un judío sefardí nacido en Portugal, que llegó a Inglaterra después de hacer estación en Holanda. Ya en Inglaterra se volvió un acaudalado corredor de valores. Al decir de muchos se convirtió en uno de los ingleses más ricos de su tiempo. David fue el tercero de los diecisiete hijos que procreó Don Abraham Israel Ricardo con su esposa Abigail Delvalle. David tuvo que dejar la escuela a los 14 años para empezar a trabajar, me imagino que debido a la ética emprendedora de su progenitor. Creo que esto en lugar de afectarle, le ayudó mucho a ver la vida de una manera más práctica. Tan práctica que ya a los 21 años se casó, sin seguir el ritual judío y abrazando con ello la fe del cuaquerismo, lo cual significó la ruptura total con un furioso Don Abraham que terminó desheredándolo.
Esto no afectó ni su genialidad ni los genes que heredó de su padre en el aspecto empresarial. David Ricardo fue, además de un ilustre economista, un exitoso hombre de negocios que consiguió amasar una importante fortuna a la temprana edad de 41 años. No era tonto el amigo David, pues decidió entonces retirarse de los negocios para dedicarse a desarrollar la teoría económica y a participar activamente en la política inglesa como miembro del Parlamento.
A 200 años de su muerte física, nosotros sus admiradores, nos limitaremos a levantar un copa de buen vino de Oporto en su honor. Nuestra mente se mantendrá inspirada en descifrar, porqué algunos países lograron su despegue apostándole a la liberalización del comercio exterior y porque otros lo lograron con el proteccionismo. Pienso que tampoco serviría de mucho desenterrar lo mejor de sus ideas sin contrastarlas con la realidad. Las condiciones históricas se imponen muchas veces y las geopolíticas no dejan de jugar un papel de enorme importancia. El café que mencionabamos al principio, es más bien un ejemplo de como los países europeos, que se precian de liberales, impiden los procesos de transformación en los productores de ese grano tan aromático como el mejor vino de Oporto. Saud!
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Ricardo, D. (1959). Principios de Economía Política y Tributación, Fondo de Cultura Económica. Clásicos de Economía.
Senga, Fujimoto, and Tabuchi (Eds. 2017) Ricardo and International Trade, London and New York; Routledge.
Shiozawa, Oka, and Tabuchi (eds. 2017). A New Construction of Ricardian Theory of International Values, Tokyo: Springer Japan, Chapter 9 pp. 265–280.
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